Esta reseña la hice hace un tiempo para: Lo que leímos , ¡visítenla está llena de reseñas!
[…]Paseando con la abuela por aquel pueblo inhóspito,
tenía la sensación de caminar por un mundo irreal, desmantelado y
deshabitado […]
Es la primera novela que leo de Hautzig, autora
nominada al National Book Award en 1969 y finalista del Jewish Book Award, en
1993, con su novela Riches. Sin tener mayor conocimiento acerca de
ella ni de la obra, decidí leerla luego del comentario de una amiga: “Es una
novela sobre el dolor pero en positivo”. Muchas veces dolor y positivo no
pueden ir en una misma frase sin provocar cierta incredulidad.
La autobiografía de Esther Hautzing no es
simplemente una novela acerca del exilio polaco a Siberia ni una historia de
una niña que mira con estupor cómo su mundo se derrumba, sino que es
verdaderamente la historia de cómo enfrentar los propios miedos, deshacerse del
orgullo, llenarse de esperanza y hacerle frente al dolor, y sí, de una manera
positiva.
Novela narrada en primera persona por Esther, una
niña de 12 años que a través de sus ojos inocentes y sus caprichos va revelando
cómo finalmente, la libertad es algo inalienable.
El dolor en la novela de
Hautzing no agobia, la dureza de los soldados alemanes y el odio que se incuba
en los polacos por los malos tratos y la alegría que representa ver a sus
captores bajo el poder de Rusia se suaviza por la insistencia de una niña de
rearmar un mundo que le parece irreal, pero conserva sus pilares: la fe y la
familia.
A diferencia de otros libros sobre el holocausto
y la segunda guerra contados por niños (“El niño del pijama a Rayas”, “El
diario de Ana Frank”), la visión de Esther no es una ingenua, aunque no
entiende los motivos reales de por qué está deportada, sí logra entrever los
dolores de la guerra, la cercanía de la muerte y la pérdida de sus seguridades,
tanto económicas como las de cualquier niña: sus amistades, las clases, sus
vestidos, sus fotografías y el pasado que deja atrás cuando sube a un tren en
que siente poco a poco como va perdiendo el trato de persona y pasa a ser un
simple ganado. Pero cuando llega a la estepa siberiana, lejos de
rebelarse y de evadir la realidad, comienza a construir su mundo a partir de lo
que tiene, una especie de lavatorio, un camarada al que hay que obedecer y una
cama que le da seguridad porque comparte con su abuela, su madre y su padre y
al frente se encuentran sus vecinos y otros conocidos de la tierra que dejó.
El viaje de Esther en el tren desde Polonia a
Siberia también representa el propio viaje que realiza la niña durante sus años
en la estepa, su casa, sus amigos, su maestra ha cambiado por el viento que
cala los huesos, congela los dedos y la única manera de mantener la sonrisa en
el rostro es a través de grasa animal esparcida por todo el cuerpo. Esther
cambia a medida que asume el dolor, las incomodidades y la inseguridad que
representa estar en un lugar desconocido, deja el orgullo, los miedos y se
convierte en una mujercita, deja de ser la niña mimada que antes de partir solo
deseaba llenar su maleta de vestidos y se esfuerza para aprender ruso en la
escuela y trabaja duro para poder llevar leche a casa. Se hace humilde cada vez
que es capaz de pedir ayuda, de ofrecer sus servicios o trabajar para conseguir
unas botas y un abrigo y posteriormente darse cuenta que eso por lo que tanto
soñó, en la Polonia devastada en donde la espera su padre luego de una larga
separación, ya no vale.
La estepa infinita es un libro de lectura fácil, una historia que
envuelve y uno desea llegar luego al final, sin embargo, no es simplona; si uno
la relee se da cuenta de la profundidad de los comentarios de cada uno de los
personajes, de las transformaciones que surgen en ellos a partir del dolor y
cómo se enfrentan a él apoyados en sus tradiciones y familia.
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